lunes, 21 de marzo de 2016

Reminiscencia.

La inocencia  que recorre el terciopelo de una rosa 
y se topa con la espina.
Un niño que juega en las alturas desafiando y confiando su cuerpo a la gravedad.
Unos pies que se acercan a la orilla
y prueban el frío que hiela 
y vuela para posarse en la sien e inundarte las costillas. 
Un amor que te muerde la boca mientras te acaricia el alma y la vida.

Yo le vi llegar desde lejos pero nunca se lo dije;

como tantas otras cosas que nunca le dije por miedo a que me desarmara,
por ganar una partida 
que ya estaba perdida mucho antes de empezar.

Y por callar, por no decirle que era rica si él estaba.

Por no decirle que la vida ya me la imaginaba juntos
antes de que él me la contara.

Dice el que juega que sabe que ha perdido cuando ya no le importa  jugar.

Ni ganar.
Cuando ya no le da miedo apostar la ultima carta 
y jugarse el alma a la ruleta rusa solo por una vez más.

Yo le vi dormir. Y me supe dueña de lo que él soñaba.

Le vi dormir y despertarse. Despertarme tantas veces,
que confiaba en que se repetiría.
Que vería su cara asomarse entre la luz del día.
Que su sombra siempre sería mía.

Le conté los lunares de su espalda como Gretel,

para recordar el camino de vuelta a casa.
Porque eso era él, casa.

Le vi mirarme en el equilibrio que suponía estar loco de amor

y cuerdo de vida.
Y ahí supe que no quería ver a esos ojos marchar.

Pero también les vi.


Le vi con miedo a no ser el motivo.

Y acabó siendo herida que no cicatriza.

Nos vi en cualquier gasolinera

dispuestos a escapar a nuestra playa con las manos cogidas;
sabiendo que agarrarle significaba encontrarle y perderme.
Dispuestos a que cualquier noche nos cayeran las estrellas encima.

Nos vi en cada habitación de hotel 

donde el mundo de afuera no existía.
Donde las caricias eran reinas y su boca mía.

Le vi soltarme. Y supe que me rompía.


Le vi en todas las fotos que alguna vez

no quise hacerme
porque sabía que era lo único que me quedaría,
y que dolería.

Se quedó a vivir en todas aquellas canciones 

que un día sonaban mientras me besaba con prisas por deshacerme la vida.
Las mismas que hoy me pinchan.

Me escribió sin ser poeta las palabras más bonitas.

Jugó conmigo a adivinar el, (nuestro) futuro.
Y yo le creía,
porque verlo ponerme en su vida, 
poseer su risa era toda la aspiración que yo tenía.

Me abrazaba sabiendo que era de cristal

y que si me soltaba estallaría.
Me hacía el amor, siempre el amor
y sus ojos siempre me fundían.
Su piel ardía y besarla con osadía 
era lo mejor que podía hacer por mi.

Le vi quererme con cada ápice de su historia.

Le vi alimentarse de mi sonrisa.
Le vi queriendo que fuese un poco menos mía.

Nos vi en todos los viajes que planeamos desde su cama.

Vi a las ciudades que pisamos juntos temblar de frío porque ya no volveríamos 
y vi a Lisboa guardarnos sitio.
Nos vi en la lista que no supimos tachar.
Le vi conducir a donde el mundo no sangrara 
y querernos fuese lo único que importaba.

Me supo a alcohol su boca la noche que entendí sus maravillas

y hoy ese mismo alcohol me quema las heridas.

Le vi marcharse y yo deje de recordar la vuelta a casa,

sus manos sobre las mías,
sus ojos clavados en mis pupilas.

Se llevó todo.

Solo dejó las fotos,
los recuerdos,
las canciones 
y las heridas.